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El turista que rompió la “silla de Van Gogh” no es vándalo, es artista

Escrito por
19 de junio de 2025
El turista que rompió la “silla de Van Gogh” no es vándalo, es artista
El turista se sentó sobre
El turista se sentó sobre la silla sin notar su fragilidad, provocando daños visibles en la estructura cubierta de cristales (X)

Un hombre va a Museo, mira las obras pero no alcanza, mirar no alcanza, hay que documentar, no para mostrarles a otros lo que se ve -hay tantas fotos de las obras online sacadas por buenos fotógrafos- sino para mostrarse allí, no para mostrar la obra sino al espectador. Un hombre va al museo y se quiere sacar una foto con una obra como si fuera una estrella de rock. No sabemos si se ha parado a pensar, a sentir, a entender la obra. Ni él, ni cada uno de nosotros, que hacemos lo mismo. Quizás lo haya hecho, quizá no, pero quiere la foto. Y eso implica una proximidad tal vez no prevista en la obra, o por lo menos no en cualquier obra.

De pronto algo sale mal: la obra es frágil, el espectador tropieza y, ay, la obra se rompe. El incidente ocurrió hace unos días en el museo Palazzo Maffei de Verona, en Italia, y fue un escándalo. La obra en cuestión se llamaba Silla de Van Gogh, una escultura cubierta de cristales Swarovski diseñada por el artista Nicola Bolla en 2022. Por supuesto, la silla de Bolla hace alusión a otra silla, que sí pintó Van Gogh en un cuadro que hoy está en Londres.

El museo demandó al turista. El artista, en cambio, dijo que era “un gesto estúpido (…)” pero que también veía “un lado positivo y artístico”. Y, claro. Alguien que hace arte no puede sino pensar qué significados tiene lo que hizo y lo que pasó con su obra. Pero vamos despacio.

Fotografía de la silla 'Van
Fotografía de la silla ‘Van Gogh’, de Nicola Bolla. (Palazzo Maffei de Verona)

Por lo menos, desde que alguien -solía decirse que Marcel Duchamp, pero ya no estamos seguros– presentó un mingitorio como una obra de arte, las ideas sobre qué decimos cuando a hablamos de arte empezaron a cambiar. Y el arte ya no fue -o tal vez nunca lo haya sido- algo lindo para colgar en el living sino, como decía el crítico ruso Víktor Shklovski, un estímulo para “desautomatizar la mirada”. Desautomatizar la mirada, en fin, es una forma de volver a ver lo que, a fuerza de repeticiones y estereotipos, en la práctica es invisible. Eso pretende hacer el arte. No mimarnos; sí incomodarnos, despertarnos, hacer que valga la pena percibir, hacernos volver a percibir.

El arte es algo cuando nos habla de nosotros, cuando nos toca el corazón y/o nos sacude las neuronas, cuando nos cuenta algo que nos importa. Si no, ¿para qué pasar el tiempo entre pasillos llenos de pinturas cuando viajamos a una ciudad lejana. ¡Con todo lo que hay para ver en las calles!

En estos tiempos de imágenes sin fin y, más, de imágenes virtuales, las obras de arte, las obras famosas, se han convertido en estrellas no solo por lo que muestran sino también por lo que son. Son algo único, valioso, real. Ya lo dijo el filósofo Walter Benjamin, en la década del 30, cuando ni fotocopiadoras había. La obra, sostenía, tenía singularidad irrepetible, una suma de autenticidad, historia y contexto, lo que él llamaba un “aura”. La obra es única. ¿Y sus reproducciones? Buenos, aunque muchos no podamos distinguir el original de una buena copia, las reproducciones no tienen esa aura. No hay a su alrededor equipos de seguridad, no se va a un lugar especial para verlas, esas cosas. Cuanto más cualquiera puede producir algo idéntico al original, más única es la experiencia de ver “la obra”. Por eso las eligieron grupos ecologistas como blancos de “atentados”: sin matar a nadie apuntaban a algo sagrado. A los guardianes de la experiencia del mundo real.

Sin querer, al intentar sentarse en la silla el turista cruzó una línea, la misma de la que se burló René Magritte cuando dibujó una pipa y escribió debajo: “Esto no es una pipa”. Porque, claro, eso no era una silla, era una obra de arte. Por eso -para señalar que lo era- no estaba apoyada por ahí sino instalada en una tarima.

«Esto no es una pipa», de Rene Magritte

Pero cruzar las líneas entre qué es arte y qué no lo es ha sido una de las tareas del arte contemporáneo. Recuerdo hace años, en la Bienal de Venecia, cuando entré a un pabellón y una señora gateaba por todo el salón mientras una rueda a su alrededor la mirada interesada. Así, difíciles de descifrar, son a veces esas formas del arte llamadas “performances”. De pronto, la señora se chupó el dedo, lo pegó al piso y se levantó triunfante: “¡Encontré el lente!”.

Pero, entonces, ¿qué es una obra de arte? O mejor: ¿qué hace? Podríamos pensar que Nicola Bolla, al llevar a los cristales la silla de Van Gogh nos habló de la fragilidad del artista holandés. Así lo percibimos a Van Gogh, ¿no? Más frágil que el cristal. Alguien se acercó demasiado y, crash.

También podemos entender que lo que quiso hacer Bolla fue mostrar en qué se ha convertido la obra de Van Gogh: del retrato de una humilde silla de paja, el material más común y más rústico del mundo, a cristales delicados, finos, caros. ¡Qué otro mundo que el de Van Gogh este de la millonada que llegaron a costar sus obras (en 1990, el Retrato del doctor Gachet fue vendida por 82,5 millones de dólares). Paja versus cristales de marca. Se entiende.

Eso podía querer decir la obra de Bolla. Pero ahora, destrozada, ¿no significa otra cosa? Yo leo: ya no hay nada sagrado en el mundo en que vivimos. Leo: esto es lo que hacen las redes sociales con lo que solíamos llamar arte. Leo una nueva idea, de la que la silla es material y el turista, un autor involuntario, autor al que le falta algo fundamental, la reflexión, pero que actuó, puso en acto un espíritu de época. No me disgusta.

Fuente: Inboae.com

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