
En la noche del 26 de junio de 1977, Elvis Presley emergió por última vez bajo las luces del Market Square Arena de Indianápolis. Casi cinco décadas después, la escena aún late en la memoria: en el centro del escenario, el Rey del rock’n’roll fue recibido por 18 mil personas con emoción contenida y un silencio expectante. Ya no era el ídolo de moda, ni bailaba con la energía de antaño. Estaba hinchado, su salud deteriorada, y en su mirada se insinuaba la nostalgia de tiempos gloriosos. Esa noche, convertido ya en leyenda viva, ofreció su último show, teñido de un aire de despedida, como si lo supiera.
Durante meses, Elvis había convivido con una pesadilla recurrente: la obsesión por perderlo todo. La fama, el dinero, la lealtad de sus seguidores. En sus sueños, veía cómo aquellas certezas desaparecían de un plumazo, cómo quedaba solo, sin el respaldo de su eterno representante, el Coronel Parker.
Quienes integraban su círculo íntimo no lograron anticipar la magnitud histórica del concierto en Indianápolis. Nadie imaginó que ese sería el final de una era. Las entradas, agotadas en apenas dos horas, confirmaron que el magnetismo del Rey seguía intacto, incluso cuando sus últimos discos ya no generaban el delirio de otros tiempos. El público era diverso: seguidores de siempre, jóvenes curiosos y una legión de fanáticas fieles.
Para comprender el significado de aquella última noche, hay que volver a los orígenes de Elvis Aaron Presley: nació el 8 de enero de 1935 en Tupelo, Mississippi, hijo único de una familia obrera golpeada por la Gran Depresión.
La mudanza a Memphis, Tennessee, en 1948, abrió nuevos horizontes. En contacto con la música del sur profundo, los cantos religiosos de las escuelas públicas marcaron su formación. Una maestra, sorprendida por su voz clara, alentó —sin saberlo— una vocación que dejaría huella. A los diez años debutó en un concurso local con “Old Shep”. No ganó —quedó quinto—, pero recibió como premio su primera guitarra. Al año siguiente, sus tíos y el pastor de su iglesia le enseñaron los primeros acordes. “Tomé la guitarra, miré cómo la tocaban y aprendí un poco”, recordó.
La vida en la ciudad llegó acompañada de humillaciones: bajas calificaciones, un maestro que le dijo que jamás sería cantante, burlas por su apariencia y estilo. En tercer año del secundario comenzó a construir su imagen artística: patillas largas, jopo empapado en aceite de rosas, según el último grito de la moda de la época. Mientras se presentaba en dúos escolares improvisados intentando vencer su timidez.
En 1953 usó sus ahorros para grabar un acetato en Sun Records. “Canto todos los géneros”, respondió cuando le preguntaron. Una nota interna completó: “Buen cantante de baladas. Retener”. Con el impulso del Coronel Tom Parker y un contrato millonario con RCA Victor, pasó de la escena local al delirio nacional: coreografías censuradas, apariciones televisivas cortadas de la cintura para arriba, escándalos, sabotajes y una atracción inédita.
El fenómeno Elvis desató reacciones extremas: denuncias por “estimular pasiones sexuales” llegaron al FBI; padres preocupados escribieron cartas; la juventud se volcó a él con fervor. Ni la censura ni el rechazo institucional apagaron su estrella: “El hombre que mueve el mundo”, titularon los diarios. “Amenaza y salvación para la juventud”, advirtieron predicadores.
Películas, discos de platino, récords de ventas e histeria global. El ascenso fue tan veloz como profundo: Elvis inscribía su nombre en el ADN de la música popular y redefinía las pasiones colectivas.
Pero el éxito es efímero. Tras su servicio militar en Alemania, en 1960, encontró un panorama distinto: nuevas corrientes musicales y una escena que ya no le pertenecía del todo. Aun así, la devoción persistía.
La reinvención llegó en Las Vegas: trajes blancos, cuellos altos, capas bordadas, recitales maratónicos. Regresó a la cima, al menos en taquilla. La crítica hablaba de “poder de permanencia”; los contratos se renovaban con cifras astronómicas. Sin embargo, detrás del brillo, el desgaste era profundo: estaba sometido a la presión empresarial, al encierro, y comenzaba a depender de fármacos que afectarían su rendimiento. Se movía lento. Su fuego se iba consumiendo lentamente.
Mientras recibía distinciones oficiales y premios Grammy, su vida personal se fragmentaba: ruptura con Priscilla, distancia con su hija Lisa Marie y un entorno cada vez más limitado a intereses económicos. El público lo seguía adorando, pero él ya no lograba quererse a sí mismo.
El 26 de junio de 1977, la despedida tomó forma de rutina. Jackie Kahane y The Sweet Inspirations levantaron el telón. A las 20:30, Elvis apareció con su clásico traje blanco y adornos dorados. Era un Elvis distinto: más pesado, con movimientos apagados, los gestos emblemáticos convertidos en sombras y, a veces, en caricatura.
Pero la voz —ronca, ancestral, aún poderosa— logró hechizar al público. Cantó “Jailhouse Rock”, “Blue Suede Shoes”, “All Shook Up”, “My Way”, “Little Sister”, “Teddy Bear”, “Don’t Be Cruel” y una emotiva “Unchained Melody” al piano. La crítica interpretó esa noche como una celebración de la eternidad. “Elvis elevaba las canciones a otra órbita”, escribió un biógrafo.
Un gesto selló el clima de despedida: presentó, uno por uno, a músicos, técnicos, amigos y familiares sobre el escenario. Hizo subir a su padre y a figuras clave de su vida. Fue leído, tras su muerte, como un adiós consciente.
Antes de dejar el escenario, dijo: “We’ll meet you again. God bless, adiós.” (Nos veremos otra vez. Que Dios los bendiga. Adiós)
Su estado de salud era alarmante. Tenía sobrepeso, hipertensión, fallos hepáticos y sufría de depresión. A su adicción a medicamentos, prescritos por médicos, les encontraba una justificación. “Sentía que no era un adicto como los otros, porque las drogas venían de un doctor”, explicó George Nichopoulos, su médico personal.
Nadie logró detener la máquina: ni familia, ni amigos, ni músicos. “Lo vi tirado en una silla, incapaz de moverse”, contó su guitarrista John Wilkinson. El negocio lo exprimía: el Rey generaba millones y debía continuar, aunque apenas pudiera sostenerse.
En 1977 despidió a sus guardaespaldas por desconfianza. Quedó aislado, según su entorno, “entre libros de espiritismo” y sumido en la soledad. Sus últimas presentaciones fueron erráticas: en Alexandria, apenas cantó una hora; en Baton Rouge, ni se levantó de la cama. Todo anunciaba un final inminente.
Cincuenta y un días después, el 16 de agosto, Elvis fue hallado muerto en el baño de Graceland, rodeado de pastillas. Tenía solo 42 años. Memphis se vistió de luto y se transformó en santuario. Las calles colapsaron, se improvisaron altares, y la prensa certificó el fin del espectáculo.
La industria respondió de inmediato: la autopista frente a su mansión fue rebautizada como Bulevar Elvis Presley. Las ventas de discos se dispararon. La frase final de los shows —“Elvis has left the building”— adquirió tono fúnebre: el Rey había abandonado el edificio. Para siempre.
Elvis Presley encarnó la cima y el abismo del sueño americano. Revolucionó la música, desafió prejuicios, arrastró multitudes y fue consumido por la maquinaria que ayudó a crear.
A 48 años de su último show, su voz, sus movimientos y su fragilidad siguen presentes: en discos, grabaciones, peregrinaciones a Graceland, y en ese ritual inalterable de quienes, año tras año, vuelven a buscar una última canción.
Fuente: Inboae.com