
Cuando los periodistas que acudieron como una tromba al lugar del crimen y les preguntaron a los vecinos cuántas personas vivían en ese edificio de oficinas en desuso de la Avenida Hammond, en un barrio obrero de Fresno, California, las respuestas fueron confusas: unos dijeron diez, otros doce, algunos nueve, aunque todos coincidieron en que eran muchos. Tampoco sabían sus nombres ni desde dónde habían llegado seis meses antes a bordo de un ómnibus amarillo que tenían siempre estacionado frente a la puerta, el mismo del que hacía unos pocos días habían bajado doce ataúdes. Sí, sí, eran personas raras. Los niños eran reservados, rara vez hablaban con los lugareños y evitaban el contacto visual. Los residentes notaron que varias de las niñas ceceaban y que, incluso con calor, llevaban ropa que les cubría el cuerpo desde el cuello hasta los tobillos. Creían que todos formaban parte de la misma familia – o eso parecía – y que el jefe era ese hombre negro y grandote, cuyo pelo lucía rastas. Ese que se había llevado la policía. Dijeron también que esa gente no se metía con nadie y que, a decir verdad, nunca molestaba. Bueno, hasta esa tarde, cuando tuvieron que llamar a la policía.
La tarde era la del viernes 12 de marzo de 2004 y el escándalo había empezado unos minutos antes de las dos, cuando dos de las mujeres más grandes de la familia – jóvenes aún – llegaron en dos autos y le reclamaron a los gritos al hombre negro que les entregara a sus hijos, para llevárselos, y el hombre negro se negó. Quisieron entrar y se armó una batahola en la hubo muchos gritos – “putas” y “perras”, fueron las palabras más escuchadas – y los de más edad se disputaron a los tirones a los más chiquitos, algunos de ellos apenas bebés. Por eso alguien llamó a la comisaría.
Unos minutos después de las dos llegó un patrullero con dos agentes. No estaban muy preocupados, porque desde la comisaría les habían dicho por radio que se trataba de “un altercado doméstico”. Al bajar del auto, encontraron a Ruby Sánchez y Sofina Solorio – las dos mujeres que querían llevarse a sus hijos – en la vereda y al hombre negro y corpulento parado en la puerta, bloqueándoles la entrada. Cuando le preguntaron el nombre, respondió que se llamaba Marcus Wesson. Se mostraba calmado y hablaba sin levantar la voz. Le pidieron entonces permiso para entrar y ver que todo estaba tranquilo, pero Wesson se negó. Después declararían que no podían entrar por la fuerza porque no tenían una orden judicial ni había “un temor razonable para la seguridad pública”. Por eso tampoco hicieron nada cuando el hombre les dio la espalda, entró al edificio y cerró la puerta.
Contaron después los vecinos – que se habían reunido en buen número para ver qué pasaba – que los agentes tampoco intentaron entrar cuando, al unísono, las dos mujeres gritaron: “¡Va a lastimar a los chicos!”. Una de ellas les advirtió, además, que Wesson tenía una pistola calibre .22 y que sabía usarla. La reacción de los policías fue decirles a los vecinos que se refugiaran detrás del colectivo y pedir a sus superiores que enviaran un equipo SWAT, pero no entraron. Ni siquiera cuando comenzaron a escucharse los disparos en el interior del edificio.
Los SWAT demoraron diez minutos en llegar y se desplegaron por el lugar. El jefe iba a usar su altavoz para pedirle a Wesson que saliera, pero antes de que llegara a hacerlo se abrió la puerta y Wesson apareció con la camisa y los pantalones ensangrentados. Se entregó sin resistencia. La sangre que empapaba la ropa del hombre fue suficiente para que los agentes irrumpieran en la casa, llamando a los niños. Los encontraron en una habitación trasera, apilados uno sobre otro. Encima de todos estaba el cadáver de una mujer con una pistola apoyada en el brazo. Todos los muertos tenían un disparo en un ojo. Era la escena de un asesinato en masa, con una adulta y ocho niños como víctimas. Algunos de los policías que la presenciaron pidieron luego licencia y debieron recurrir a la asistencia psicológica para superar la horrible imagen de los infantes muertos. “Todos los cuerpos estaban apilados como leña”, diría después el jefe de policía de Fresno, Jerry Dyer.
Al identificar a las víctimas e interrogar a las madres quedó en evidencia un retorcido árbol genealógico. Eran: Sebhrenah April Wesson, de 25 años, hija de Marcus Wesson; Elizabeth Breahi Kina Wesson, de 17 años, hija de Marcus; Illabelle Carrie Wesson, de 8 años, hija y a la vez nieta de Marcus; Aviv Dominique Wesson, de 7, hija y sobrina nieta de Marcus; Johnathon St. Charles Wesson, también de 7, hijo y sobrino nieto de Marcus; Ethan St Laurent Wesson, de 4 años, con el mismo doble parentesco; Marshey St. Christopher Wesson, de un año, hijo y a la vez nieto de Marcus; Jeva St. Vladensvspry Wesson, también de un año, hija y nieta de Marcus; y Sedona Vadra Wesson, de un año, hija y también sobrina nieta de Marcus.
Más tarde, las pruebas de confirmaron el complejo cuadro familiar que la policía había podido armar a partir de los testimonios: Wesson era el padre de las nueve víctimas, siete de las cuales habían sido producto de relaciones sexuales con sus propias hijas y sobrinas. Si eso era un espanto, el horror se acrecentaría al descubrir la historia de vida de Marcus Wesson, sus creencias y la perversa dinámica de la familia a la que tenía completamente sometida como amo y señor, que así se hacía llamar por todos.
Al perpetrar su asesinato en masa agravado por vínculos familiares, Marcus Delon Wesson había transitado 57 años de su retorcida vida. Nacido en Kansas el 22 de agosto de 1946, era el mayor de los cuatro hijos de Benjamin y Carrie Wesson. No tuvo suerte con la familia que lo trajo al mundo: su padre era un alcohólico permanentemente desocupado y su madre una fanática religiosa que pasaba más tiempo en la Iglesia Adventista del Séptimo día que en su casa. Cuando se trató de reconstruir la historia familiar, se sospechó que Benjamin abusaba de sus propios hijos y que por eso Carrie lo echó de la casa cuando Marcus era todavía un niño. Otros familiares dijeron que no fue así, que el tipo se fue de un día para el otro y sin avisar. La cuestión es que Marcus hizo la primaria a duras penas y que dejó la secundaria para unirse al Ejército como salida laboral. En eso tampoco tuvo suerte, porque le tocó ir a Vietnam entre 1966 y 1968 como conductor de ambulancias.
Cuando volvió de la guerra, Wesson fue dado de baja y se mudó a San José, California, donde conoció a una mujer mayor que él, Rosemary Solorio, madre de ocho hijos, a los que poco después sumaron uno más. Mientras tanto, las hijas mayores de Rosemary iban creciendo y Marcus comenzó a abusar de una de ellas, Elizabeth, cuando la chica tenía solo ocho años. Seis años más tarde, en 1974, Marcus dejó a Rosemary y se casó con Elizabeth; ella tenía 14, él acababa de cumplir 34. Cuatro meses después, la chica tuvo su primer hijo de los diez que engendraría con Marcus, uno de los cuales falleció cuando era bebé. Si ya eran muchos, la familia se amplió todavía más cuando una de las hermanas menores de Elizabeth dejó con ellos a sus siete hijos porque su adicción a las drogas le impedía cuidarlos.
Marcus nunca tuvo un trabajo estable y la familia vivía de la asistencia social. A medida que los hijos mayores fueron creciendo, los obligó a hacer changas para traer dinero a la casa. Debían entregarle todo lo que ganaban para que él lo administrara. No duraban mucho en ningún lugar, durante más de dos décadas fueron un grupo itinerante que vivía en lo que encontraba: casas abandonadas, barcos en desuso, remolques o cualquier lugar que les diera un techo precario.
El dominio que Marcus ejercía sobre la familia propia y la agregada era total. Nunca mandó a los chicos a la escuela y empezó a abusar de sus hijas desde pequeñas. Los “educaba” él mismo y los introdujo a la religión que había creado, con una propia biblia manuscrita que se centraba en una creencia: que Jesucristo era, en realidad, un vampiro. Los obligaba a llamarlo “Maestro”, “Amo” o “Señor” y les inculcó que debían prepararse para el fin del mundo, pero que mientras no llegara el Armagedón, todas las mujeres de la casa – fueran sus hijas o sus sobrinas – debían ser sus esposas. Con ese supuesto mandato, Marcus violó a dos de sus hijas y tres de sus sobrinas a partir de los ocho años. Cinco de ellas tuvieron hijos con él.
Para septiembre de 2003, la familia – por entonces de 12 o 15 miembros, nunca se pudo establecer con exactitud – vivía en un remolcador destartalado en la bahía de Tomales, al norte de San Francisco. Los vecinos el pequeño pueblo de Marshall no los querían. La imagen de las chicas Wesson – siempre vestidas con largas faldas negras y velos – caminando por las calles los asustaba. “Los tenía catalogados como una especie de secta de Jonestown”, contó después uno de esos vecinos al Marin Independent Journal, aludiendo a la secta suicida de Jim Jones. Debieron irse.
Llegaron a Fresno poco después, a bordo de un ómnibus destartalado y ocuparon un viejo edificio de oficinas abandonado, donde se desataría la masacre. Todo comenzó cuando a fines de febrero de 2004, las autoridades municipales comenzaron a preocuparse por los Wesson. Primero conminaron a Marcus a no dejar más estacionado el colectivo sobre la avenida, en la puerta del edificio, porque dificultaba el tránsito y la situación se complicó todavía más con la visita de dos asistentes sociales para ver en qué condiciones vivían los más chicos y por qué algunos de ellos, pese a estar en edad de hacerlo, no asistían a la escuela. Amenazaron con llevárselos.
Sintiéndose acosado, Marcus comenzó a planear una nueva mudanza, esa vez a Washington donde, decía, había una casa propiedad de su madre. Se produjo entonces, por primera vez, una tibia rebelión, dos de sus sobrinas y madres de algunos de sus hijos, le dijeron que no lo acompañarían. La respuesta de Wesson fue que, si no lo acompañaban, la familia entera debía morir antes que separarse. Debían hacer un pacto suicida, les dijo. No solo lo dijo, sino que con el dinero que le entregaban los hijos que trabajaban compró doce ataúdes en una funeraria y los llevó en el ómnibus al edificio.
Así estaban las cosas la tarde del 12 de marzo, cuando las sobrinas Ruby Sánchez y Sofina Solorio llegaron al edificio de la avenida Hammond para rescatar a sus pequeños hijos de la cárcel familiar, se produjo la pelea que culminó con el asesinato en masa. Los hijos mayores sobrevivieron porque en ese momento no estaban en la casa.
En la investigación policial surgió un hecho extraño: las pericias demostraron que las manos de Marcus Wesson no tenían rastros de pólvora. Ese fue el argumento que utilizaron los defensores públicos Peter Jones y Ralph Torres, que lo representaron en el juicio que se realizó el año siguiente. El propio Wesson dijo en su declaración que él no había disparado, sino que quien había matado a todos los chicos y luego se había suicidado había sido su hija Sebhrenah, cumpliendo con el pacto familiar. También dijo que él no se había matado para decirle al mundo lo que realmente había pasado.
En sus deliberaciones, el jurado no pudo establecer con certeza que Wesson hubiera sido el autor de los disparos, pero de todos modos lo hizo responsable de los asesinatos por haber presionado a sus hijos a hacer un pacto suicida. En su veredicto, lo declaró culpable de nueve cargos de asesinato en primer grado y 14 delitos sexuales, incluyendo la violación y el abuso sexual de sus hijas menores de edad. El 27 de junio de 2005 Marcus Wesson fue condenado a la pena capital y trasladado al corredor de la muerte de la prisión de San Quintín.
Veinte años después de su condena y con casi 80 sobre sus espaldas continúa allí, donde es posible que muera por causas naturales. Desde que se restableció la pena de muerte en California solo 33 personas fueron ejecutadas, pero ninguna desde 2006.
Fuente: Infobae.com