La tercera temporada de ‘La edad dorada’ insiste en los dilemas y prejuicios de una emergente élite neoyorquina

La Edad Dorada, por su enfoque en las normas decorosas de la élite adinerada de finales del siglo XIX, es el drama actual de HBO que más se apega a los estándares de transmisión de cadenas tradicionales. De hecho, el programa originalmente estaba planeado para NBC antes de recibir una actualización digna de Bertha Russell en su estatus como serie de un servicio premium de streaming. Sin embargo, aunque evita la brutalidad que caracteriza a las series emblemáticas de HBO, como Los Soprano o Game of Thrones provoca giros éticos similares en el espectador. Se nos invita a aplaudir las victorias de un amoral barón ladrón y su maquiavélica esposa, cuya campaña para conquistar las murallas de la vieja aristocracia del Nueva York de 1880 es el eje narrativo de la serie.

La poderosa pareja de nuevos ricos, George y Bertha Russell, es una rara excepción para su condición y época, ya que contrajeron matrimonio por amor. Interpretados de manera seductora por Morgan Spector y Carrie Coon – nominada al Emmy por su papel en la temporada pasada – también son una pareja destacada en términos de casting. En la tercera temporada de la serie, compuesta por ocho episodios, la envidiable unión de los Russell se pone a prueba debido a un conflicto sobre el destino de su hija de 18 años, Gladys (Taissa Farmiga, que sigue careciendo de carisma a pesar del tiempo en pantalla que recibe).

Bertha está decidida a convertir a su hija en una duquesa casándola con un aburrido noble británico (Ben Lamb) que necesita la dote que George está ofreciendo para preservar la finca familiar, que cuenta con siglos de historia. Esta compra, ampliamente negociada, es solo una de las presiones financieras que rondan sobre la impecable cabeza de George, adornada con barba. Mientras intenta adquirir una serie de minas en Arizona, George también debe cumplir su ambición de construir el primer ferrocarril que cruce de costa a costa en el país.

Aunque han pasado 18 meses desde que terminó la temporada anterior, la nueva avanza como si no hubiera pasado el tiempo, retomando muchas de las tramas inconclusas. Además de la pregunta de si Gladys se casará por amor o por conveniencia, también hay una trama secundaria absurdamente sobredimensionada que gira en torno a la nueva creación pendiente de patente del lacayo Jack: el reloj despertador (demasiadas, pero demasiadas escenas sobre ese reloj infernal). Pero llevarnos a aplaudir la invención revolucionaria del chico – una que traería miseria a millones de personas con ojos somnolientos durante más de un siglo – es solo otro de los trucos sucios del showrunner Julian Fellowes, conocido por Downton Abbey.

Esta es, ante todo, una serie construida sobre dúos. Además de George y Bertha tenemos a Christine Baranski y Cynthia Nixon como las hermanas Brook de la alta sociedad. La ingenuidad bien intencionada de Nixon siempre es socavada por el sarcasmo mordaz de Baranski. Debido a un giro repentino al final de la temporada pasada, la Tía Agnes de Baranski, quien es la dueña de la casa en la que ambas residen, ahora está arruinada, mientras que la Tía Ada de Nixon ha heredado la fortuna previamente desconocida de su difunto esposo. Este cambio de poder ha dejado a los sirvientes sin saber a quién deben obedecer – ¡santo cielo! – y ha dado a Ada los medios para apoyar causas en las que cree, que ahora incluyen el movimiento por la templanza, para consternación de su hermana.

La manera en que las mujeres adquieren y ejercen poder en este mundo dominado por hombres es lo más cercano que Fellowes y su coescritora Sonja Warfield tienen a un tema rector. En este sentido, la magnífica Bertha de Coon tiene un análogo en Elizabeth Kirkland, un nuevo personaje esta temporada interpretado por Phylicia Rashad, quien es elegida de manera sorprendente en un papel de una mujer dura y prejuiciosa.

Al igual que Bertha, Elizabeth se inmiscuye en la vida amorosa de su hijo (Jordan Donica, otro actor de teatro musical en un elenco que ya está lleno de ellos), un médico apuesto y educado en la Universidad de Howard que trata a la periodista y novelista Peggy Scott (Denée Benton) por neumonía, desarrollando sentimientos por ella una vez que se recupera (recuperaciones milagrosas de la ruina financiera o de enfermedades graves son una de las debilidades narrativas que los seguidores de La Edad Dorada ya han aprendido a perdonar).

Como siempre, los diálogos adornados, pronunciados por una colección de destacados actores de Broadway, son tan atractivos como los elaborados vestuarios de Kasia Walicka-Maimone, el diseño de producción de Bob Shaw y la decoración de sets de Regina Graves (los fieles podrían rebobinar cuando Bertha le explica a su hermana por qué suele cambiarse de vestido tres y, a veces, cuatro veces en el transcurso de un solo día de trabajo).

“Cuando me adorné con estos abalorios, estaba deseando que volvieras a casa,” lamenta Aurora Fane, interpretada por Kelli O’Hara, a su esposo, quien le ha pedido el divorcio. Es la misma sofocante propiedad que provoca que George, cuando realmente pierde los estribos con Bertha, diga furioso: “Eres tan impecable como un fresco de Rafael.”

Fellowes y Warfield son demasiado hábiles para no reconocer cuando hacen que uno de sus personajes – usualmente Bertha – exprese el tema de la serie de manera explícita. “Ganar en los negocios y ganar en sociedad están relacionadas,” le dice ella a su esposo durante una discusión que precede a una pelea donde se dicen cosas difíciles de olvidar. Más tarde, en la temporada, ella anuncia: “Los hombres son perdonados por sus indiscreciones y las mujeres son castigadas. No es justo.”

Y es verdad, no lo es. Uno de los aspectos más intrigantes de la serie es la serie de complejos motivos de sus personajes principales, particularmente la manera en que sus actos egoístas ocasionalmente resultan en bien accidental. Al casi obligar a su hija a casarse con un hombre que apenas conoce, Bertha cree que está posicionando a Gladys para una vida que le permitirá usar su intelecto para influir en los asuntos mundanos, una oportunidad que pocas mujeres tenían, como esta serie constantemente recuerda, ni entonces ni ahora.

También se explora la hipocresía de las mujeres divorciadas, que son avergonzadas y expulsadas, así como el desprecio del personaje de Rashad hacia el farmacéutico exitoso y hecho a sí mismo, John Douglas Thompson, debido a que alguna vez fue esclavizado. Finalmente, Oscar Van Rhijn, interpretado por Blake Ritson, hijo de Agnes, debe enfrentarse a la vergüenza pública de haber sido engañado para perder la fortuna de su madre y a la vergüenza privada de ser homosexual en la década de 1880. Son muchos los platos preciosos que mantener girando, pero Fellowes y Michael Engler, quien dirigió la mayoría de los ocho episodios de la temporada, logran convertir este caos milimétrico en una virtud.

“No te culpo por ser despiadada,” le dice George a Bertha durante un tramo que deja su futuro en común incierto. “Lo admiro. Es lo que compartimos.” Fellowes y sus colaboradores nos han invitado a compartirlo también. Qué escándalo sería si nos atreviéramos a rechazarlo.

Fuente: The Washington Post

[Fotos: prensa HBO Max]